Comentario
La principal actividad de Aranda estuvo centrada en la complicada situación internacional, la misma que lo había encumbrado al poder. En sus ocho meses de gobierno, el ministro permitió que la prensa ofreciera una mayor información sobre los sucesos de Francia, haciendo más permeable la frontera y alejando de ella a los emigrados realistas, e intentó, en las primeras semanas de su mandato mantener la alianza con Francia con el doble propósito de influir positivamente en la situación de Luis XVI y de no dejar a España sin cobertura diplomática frente a Inglaterra. Aranda consideraba más conveniente la amistad con los dirigentes políticos franceses que una oposición frontal que acabaría por radicalizar peligrosamente la situación.
Sin embargo, los acontecimientos tomaron una dirección distinta a la deseada por Aranda. Los girondinos deseaban exportar al exterior la revolución, sobre todo tras alcanzar el poder en marzo de 1792. El 20 de abril, la Asamblea declaró la guerra a Austria y Prusia, produciéndose una gran movilización popular para defender las fronteras de Francia frente al enemigo extranjero. En ese clima de exaltación patriótica se produjo el inoportuno manifiesto del general en jefe de las tropas prusianas, el duque de Brunswick, que amenazaba con arrasar París si Luis XVI no era puesto de inmediato en libertad. El efecto no pudo ser más dramático para los intereses monárquicos. Se combinaba ahora contra Luis XVI la virtud revolucionaria en defensa de las conquistas logradas desde 1789 con la sospecha y la denuncia del complot y la traición. El 10 de agosto se produjo una insurrección en París y fueron asaltadas las Tullerías, en lo que Georges Lefebvre ha calificado de "segunda revolución". Luis XVI fue suspendido en sus prerrogativas por la Asamblea y encarcelado con su familia en la prisión del Temple, convocándose una Convención Nacional. Los sucesos de agosto, y el posterior asesinato de muchos de los detenidos en las cárceles parisinas el 2 y el 3 de septiembre, pusieron fin definitivamente a la política de conciliación auspiciada por Aranda, quien se vio obligado a retirar de París al embajador español, el conde de Fernán-Núñez.
Los acontecimientos franceses forzaron una urgente convocatoria del Consejo de Estado, que se reunió el 24 de agosto de 1792 para escuchar un largo memorial en el que Aranda planteó los pros y contras de una intervención armada. La conclusión a la que llegó el Consejo era que resultaba inevitable actuar para reponer a Luis XVI en la plenitud de sus prerrogativas, utilizando todos los medios disponibles: "acosar a la nación francesa y reducirla a la razón, oprimiéndola como merece y haciéndole conocer que la destrucción de un país es inevitable, siendo acometido a la vez por todas partes con ejércitos numerosos". La posible, y deseable, alianza de España con otras potencias monárquicas europeas tenía, no obstante, el inconveniente de que Inglaterra, todavía neutral, aprovechara la ocasión para actuar contra intereses españoles en América.
Pese a ello, y tras una declaración de intenciones tan inequívocamente beligerante, el Consejo decidió iniciar en secreto los preparativos para la guerra, ya que existían graves carencias financieras y de material, aunque manteniendo las relaciones con Francia para poder interceder diplomáticamente a favor del rey. Los planes por entonces elaborados para preparar una acción militar contra Francia no preveían conquistas territoriales, sino un ataque combinado de dos ejércitos, uno situado en la frontera vasco-francesa y otro en Cataluña, con el objetivo común de ocupar Toulouse. Sin embargo, cualquier posibilidad de éxito de una ofensiva de tal naturaleza pasaba necesariamente por solucionar los peliagudos problemas de abastecimiento derivados de la deficiente red viaria existente en la vertiente sur de los Pirineos, en buena parte antiguas vías romanas, y de los escasos recursos que podían suministrar las provincias fronterizas españolas.
Por tanto, actuar con la máxima cautela era fundamental en la estrategia de Aranda, sin dejarse arrastrar, hasta no tener los medios adecuados, por las incitaciones del papa Pío VI, que exigía de España que se sumara sin dilación a la cruzada contra Francia. El momento idóneo para intervenir en la contienda debía ser, según el criterio del político aragonés, el instante mismo en que los ejércitos austriaco y prusiano penetraran por la frontera del Rin aplastando la resistencia francesa. A fines de julio, los aliados se apoderaron con facilidad de las fortalezas defensivas de Verdún y Longwy, y parecía que el camino de París estaba expedito.